Cuando fui adolescente -menos de una década atrás-, las acciones de
copias en los exámenes o trabajos eran un ejercicio clandestino y escondido, quienes
lo practicaban sentían vergüenza al momento de mal obrar una evaluación, ya que
una espontánea reacción del entorno actuaba a modo de sanción social. Esta extraña y acelerada década, entre otros
aspectos, observa estupefacta como algunos procesos se orientan anti-dialécticamente
hacia la involución social o llamada con más propiedad degeneración ética;
estamos naturalizando la corrupción cual si se tratara de algo normal (natural),
rápidamente perdemos nuestra capacidad de escándalo frente a la misma y, por
tanto, de reacción hacia a sus múltiples manifestaciones. Algunos sentencian “así fue, es y será”
refiriéndose a concursos públicos, abusos de las entidades o los distintos delitos
de la administración y con tal sentencia difuminan la línea del discernimiento entre
lo correcto e incorrecto. Las nuevas generaciones
crecemos mirando tal naturalización y se pone en marcha un efecto sucesivo de
aceptación social que denota una crisis más grave que la económica o ambiental,
la crisis de los principios. El escritor británico Lewis Theobald mientras
editaba una de las obras de Shakespeare definió a la corrupción como “la
utilización ilegal de los oficios públicos para el beneficio personal”, he
preferido empezar este escrito con un ejemplo cotidiano antes que estructural o
político ya que considero que, si no asumimos una postura conscientemente
radical contra la corrupción, ésta seguirá pariendo políticos sin rumbo ético,
arrastrándonos a una posible cleptocracia, destrucción irreversible de la
democracia.
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