Cuando un proyecto, en especial
político, trae implícita la lógica de su existencia ligada al fin o deterioro
del líder/lideresa, el proceso pierde su sentido y pone en evidencia su incoherencia
histórica. Es así que no se pueden
explicar ocho elecciones consecutivas a favor de la revolución ciudadana con
Rafael Correa como única respuesta; tanto la Asamblea Constituyente, la
Constitución de la República y la primera etapa posterior de política pública
son el resultado de múltiples dimensiones y sucesos sociales que rebasan y sobrepasan
el fenómeno correísta como tal. Esta
aproximada década de estabilidad no significa un favor político gubernamental,
es el mínimo tiempo de paz que lograron las clases oprimidas tras sobrevivir a
las arremetidas estructurales del capitalismo-neoliberalismo. En los años 80 y 90 se incorporaron a modo de
recetas todo un programa de reformas neoliberales en el Ecuador, las cuales
desembocaron en la agudización de brechas de desigualdad entre los estratos de
la población y fruto de ello la crisis lleva a exacerbar la reacción social
como respuesta al modelo. El
levantamiento indígena de 1990, las jornadas protesta y firmeza de varios
sectores a lo largo de quince años, el cruel asalto a la dignidad perpetrado en
el salvataje bancario de 1998 y los sucesivos gobiernos traicioneros de inicios
de siglo -entre otros hechos- provocaron la necesidad de cohesionar resistencia
social entre las mayorías populares y ciudadanas
de la nación. Surgieron así las
condiciones para la posibilidad de que un discurso transgresivo se plantee como
una alternativa en finales de la primera década del siglo XXI, ante el embate
desproporcionado de los años anteriores y es fruto de este acumulado histórico
que el presidente actual tiene la oportunidad de llegar al poder. Entonces ¿Quién debe decir gracias? El pueblo
a su actual gobernante o éste al pueblo por la capacidad histórica que ha tenido
para resistir y lograr esas condiciones democráticas. Hay que despersonalizar los procesos, solo así
se puede pensar en una transformación
coherente con los principios que la sustentan, requerimos desaferrarnos de la
noción de necesidad de caudillos o referentes únicos e irremplazables. Un cambio se prolonga en la medida que la
desigualdad no cesa y esa resistencia es legítima cuando no se trasplanta con
un personaje o nombre particular, que además puede desarrollar la habilidad de
disimular detrás de un discurso populista la ausencia de trastoques
estructurales a las causas de esa desigualdad.
Esta no es una argumentación para defender la democracia burguesa
anacrónica a los postulados de la revolución francesa, ni tampoco la alternancia
coyuntural de nuestra situación en especial, es un breve razonamiento para
mejorar nuestra cultura política y ampliar los principios de funcionamiento de
la sociedad ecuatoriana, y por qué no como posible ejemplo mundial en futuros
próximos. Recordando las palabras del anónimo Subcomandante Marcos en su
discurso de 1994 desde las montañas del sureste mexicano: “aprendamos a mandar
obedeciendo”, sólo con ese principio cumplido a plenitud ya diéremos la vuelta
de tortilla a la microfísica del poder.
Aquiles Hervas Parra
19 de octubre de 2015
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