Regreso
de Quito por la carretera rumbo a Riobamba, un auto me eleva la intensidad de
las luces advirtiendo algún suceso fortuito, resto la velocidad y observo otro
auto volcado en la carretera junto a la peña, me estaciono, corro brevemente,
nadie se detuvo a ayudar, me desespera, es la primera ocasión en que me
enfrento a una experiencia de éstas, miro en el
flanco derecho del carro volteado, no hay nadie, rodeo por detrás, llego
al izquierdo, la parte superior del busto de un hombre de mediana edad, cuarenta
años aproximadamente se refleja con las luces de otro vehículo que pasa veloz
en la calzada, su mano y brazo izquierdo tendido en el asfalto, su chaqueta
arrugada en el cuerpo. Llamo a
emergencias, 911, suena tres tonos, me contestan, me identifico, describo el
lugar y las condiciones, me transfieren a asistencia médica. La pregunta central ¿Está vivo? Acerco con
nervios y estremecimiento mi mano a su cuello puedo detectar una compleja e
itinerante respiración “está vivo, respira” respondo “este momento se dirige
una ambulancia hacia allá” contestan, entregan otras indicaciones protocolarias
y cierran la comunicación. Otro señor
llega a la escena exactamente tres segundos después de colgada la llamada, lo
mira y sentencia “está agonizando”; me fijo, el rostro del accidentado está morado,
sus labios pálidos y sangre brota de sus oídos, espasmos sacudían ligeramente
su cuerpo. Impotentes con las
prohibiciones de intervenir de parte de los códigos de emergencias dados en el
protocolo doy vista con ansiedad el fin de la avenida hasta que por favor
brille la doble luz roja y azul de las ambulancias. Trascurren tres o cuatro minutos y el hombre
muere, otro voluntario con más pericia para detectarlo lo confirma. Seis minutos más tarde suena la patrulla,
detrás los paramédicos, era demasiado tarde pero ellos, se puede asegurar, no
demoraron casi nada, hicieron todo lo que pudieron, había que llamar al Fiscal
para que levante el cadáver. No puedo
salir del impacto, en diez minutos que parecieron una hora la vida transitó a
la muerte, el fin de la existencia en la helada zona de las montañas del centro
andino, una historia se acababa de escribir.
Ni siquiera la muerte me impactó tanto como la reflexión que sentí
después. Cuando había llegado, el
vehículo no tenía el vapor de un reciente accidente, habría estado allí algunos
minutos antes de que alguien se detuviera, por la frecuencia de una carretera
principal, un par de centenas siquiera, no importa el número, no fue una ni
estaba despoblado, varios lo vieron y no se detuvieron. Algunos seres indiferentes, miedosos o
simplemente ciegos de empatía pasaron por allí y dejaron que esa alma se
apagara. Un padre quizás, hijo, hermano,
un buen ciudadano, un ser no asistido por otros padres, madres, hijos,
hermanos, ciudadanos, otros seres que tenían apuro de llegar a su destino y ante
los cuales la muerte pasó a ser
secundaria. Inexplicable, inentendible o
simplemente normal en un mundo donde la apatía al dolor ajeno está ampliando su
margen frente al amor. Ofrezco mis datos
a la policía por cualquier necesidad de información a sus familiares o proceso
legal, tomo las llaves, abro el auto, marcho en primera, recuerdo a quienes amo
y a quienes no también, procuro tragar brevemente la amargura para refrescar el
aliento y recordar que si existe la esperanza aunque hoy no parezca.
Aquiles
Hervas Parra, Msc.
20
de mayo de 2018
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