Foto no correspondiente a la historia |
(Basado en hechos reales)
Daban las siete de la mañana en la fría ciudad localizada por encima de
los 3500 metros
sobre el nivel del mar. Él era
estudiante de ciencias sociales y salía de su hospedaje cargado el equipaje, su
viejo computador y la paca de libros adquiridos en la localidad que investigaba,
algunos kilos rodeaban el cuerpo del joven que se dirigía por las empinadas
cuestas de la urbe, había insertado los libros en paquete de embalado de plástico
para poderlos transportar. Varias
cuadras recorridas en medio de los agitados movimientos de inicio de la
jornada, la ventisca matutina chirleando su cara; comerciantes, constructores y
buses confluían en la zarandeada del lugar.
El estudiante miraba sus zapatos a medida que emprendía cada paso, de
repente y por sorpresa, una vieja señora transeúnte en la misma dirección se
localizaba en su frente, bastante languidecida y con lento caminar daba pasitos
cortos, aunque concisos, en el gris asfalto de la vía, a su espalda llevaba un
morral grande y repleto de cosas desconocidas.
Pasiva y con los ojos derrumbados por debajo del ángulo recto de su
inhóspito norte la señora, parsimoniosa y sin sonrisa, caminaba por las calles
de la mañana. El joven, apresurado y con
ansias de llegar a su destino la rebasó sin mayor fijación, a lo mucho se
percataría que al igual que él, llevaba cargas rodeando su cuerpo, y en una
fracción de tres segundos, cuál si se tomase fotografía instantánea estaban
ella y él pisando el mismo espacio común, en la misma vereda helada del
invierno culminante. Habría avanzado al
menos cinco cuadras y su cuerpo no resistió más, un inflamado dolor de espalda
sometió al muchacho que lo sentó de golpe en la esquina previa al inicio de la
siguiente empinada, allí arrimó su maleta y acomodó en su costado la paca
plástica de libros con el fin de tomar respiro y darle receso a sus
hombros. Apenas cuatro minutos de
estacionado, sobre el flanco derecho de su vista, aparece flemática y con andar
pausado la anciana hace poco rebasada, sin embargo venía con otra aura o la
observación del agotado estudiante ya no eran los mismos. Diecisiete pasos desde su aparición hasta la
esquina diagonal a dónde él estaba reposando, se situaban cuatro negras fundas
de basura a las que la longeva se dirigió, sus arrugadas manos con paciencia y
celo escarbaban por encontrar las novedades de la noche, tres de esas fundas
son seleccionadas, giro de sesenta grados y rumbo a la diagonal, brevísima
mirada de la señora al joven que al parecer había copado su puesto, ninguna
violencia, pacífica y serena camina quince pasos en esa dirección y se sienta
en la vereda a un metro y medio del muchacho.
Éste, ensimismado con la escena se fija en ella, era hermosa, dos
preciosas trenzas colgaban opacas pero perfectas de su canosa cabellera, de
estatura pequeñita, no más de un metro con cincuenta cada vez que alzaba el pie
para moverlo ligera lo hacía con contundencia de guerrera, dos ojos de círculo
exacto con pestañas largas y negras acompañaban
las líneas gruesas de su sedienta pero serena boca, faz de ángel en la cara de
la octogenaria, así es, tendría no menos de ochenta años y estaba allí
escogiendo lo que iba y no iba a cargar, quince minutos después y habiendo
comprimido las novedades en su morral y en las bolsas de tela laterales,
inclinó las rodillas, las templó y siguió su expedición. Él, que no había sentido el tiempo, perplejo,
impotente y cargado de dudas tenía sola una certeza, su pesada paca de libros
no valía nada en comparación con el morral de la veterana y el peso diario que
la endurecida señora acarreaba. La única
manera de hacer que los libros valgan ese peso, es que dibujen algún posible
camino para que tan injustos episodios dejen de existir, sin esa obligación ética y a partir de esa
simbólica revelación de vida, nada tendría sentido en el futuro para él.
Aquiles Hervas Parra
17 de septiembre de 2016.
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