Hace
algunas horas falleció el Dr. Julio César Trujillo, ha sido una semana extraña,
nada novedosa pero si singular. Abandona
la vida material un personaje ilustre y deja en la estela de sus apacibles
pasos una confrontación necesaria de analizar: ¿Es infinita la capacidad para
odiar como lo es la de amar? El día martes el Dr. Trujillo tiene un derrame
interno cerebral propio de su avanzada edad y de la intensa actividad de lucha
contra la corrupción a la cual decidió dejar sus últimos días de existencia; el
día miércoles se publica un video en el cual una persona veja y humilla a otra
por haber sido parte del alto poder del ex presidente Correa. Dos hechos, un factor en común: el odio. Inmediato a cada uno de este par de sucesos
reaccionan seguidores polarizados de cada uno de los bandos del espectro
político de nuestro país: correístas y anti correístas; su lenguaje hostil y
ataques reproducen una violencia particular, adobada con el condimento de la
furia irracional acumulada en el tiempo. Unos celebran que abofeteen la cara de un ser
humano, otros desean la muerte de un señor anciano en una camilla, pocos son
los entes racionales y sujetos sensatos que no hacen eco de la manifiesta
violencia, pocos son los que mesuran sus criterios y procuran construir en
medio del nubarrón de misiles proyectados de polo a polo, un escenario de
reflexión esparciendo solitarias semillas en desnutridos terruños desérticos
ausentes de empatía. Es tan fácil odiar,
desear con sincera pasión el daño y dolor en el cuerpo ajeno, prender las
hogueras pre decimonónicas supuestamente superadas en la historia de la
humanidad, esa ansia involucionada de deseos de observar arder simbólica o
quizás materialmente la vida del otro. ¡El
otro! ¡La otra! Aquello que no es nuestra soma, nuestra mente, nuestro ser;
aquello que nos es ajeno pero que está al otro lado del polo de nuestras
posiciones, motivos, religiones, ideologías, creencias, afines, sexos, géneros,
nacionalidades, etnias, lenguas y hasta equipos de fútbol. Ese otro al cual si no tuviera miedo de ir a
la cárcel lo asesinara con mis propias manos, aquello otro al cual escupo con
los ojos, transgredo con los puños de mis pulsiones de tirria, ojeriza y
rencor. Alguno de ustedes lectores dirá,
qué demonios piensa el escritor cuando generaliza los sentimientos negativos
como si fuesen patrimonio humano. Se
equivoca estimado amigo o amiga, escribo esto empuñando el pecho con la trémula
esperanza de que seamos más, los que aunque pequemos de indiferentes y apáticos,
no nos dejemos envolver en la ola de violencia contumaz que está destruyendo el
mundo. Me resisto a asumir que las
polarizaciones de odio nos hagan parecer a esos enfermizos entes que detrás de
computadores y perfiles falsos, hablan como delincuentes, escriben como
inquisidores, desean a diario, con ligereza y sin sentir, la muerte simbólica
del otro. Porque cuando muera realmente el
otro morirá aquello mío que dentro de él/ella pervive y el amor, nuestra fuerza
motriz, habrá sin suspiros desaparecido.
Aquiles Hervas Parra
19 de mayo de 2019