lunes, 12 de agosto de 2019

ESPACIOS VIVOS


¿Está viva la ciudad? Posiblemente el lector, en automático efecto a la duda, imagine a quienes habitan la ciudad, sus sujetos/as, empero no, la incertidumbre se centra en la masa mezclada de cemento, postes, asfalto, algo de árbol, algo de flores.  Esa barroca combinación de formas y fondos de la plomiza sábana que cubren el valle, la montaña, el altiplano y la quebrada, donde hormiguean aquellas y aquellos que se proyectan en el tiempo como ciudadanos. Cabe preguntarse otra vez si aquel tapizado de formas mixtas dispone de la cualidad orgánica a la que denominamos vida.  Tan compleja la respuesta como confusa su interrogante genérica. Espías las luces en la madrugada silenciosa o repasas pacíficamente los ojos desde el mirador de una montaña mientras el arrebol pinta el atardecer y se extiende, de noche o de día, imponente la urbe en todos los rincones del paisaje, ya casi no recuerdo ciudades chiquitas.  Si acaso pudiésemos trepar a la luna de igual manera en que escalamos la cima del monte, para aguaitar queditos el planeta que entrevera con sus formas celestes y marrones pequeños puntos de luz, tomásemos consciencia material del lugar, los lugares; allí donde habitan más del ochenta por ciento de humanos y menos del cero punto cinco de animales; más del cincuenta por ciento del movimiento permanente y menos del uno de plantas; más del noventa por ciento del ruido y menos del uno por mil de aporte a la reproducción de las especies; ese fractal organismo al que llamamos ciudad.  Sin embargo, con esto último no pretendo erigir una crítica a la depredación ambiental, sino husmear entre las posibles señales de la vitalidad per se: movimiento, ruido, cambios, conflicto, entre otras pistas de -lo vivo- como antagónico circunstancial de -lo muerto-.  Quien escribe, en su condición de optimismo exacerbado, afirma desde el polo de la especulación quimérica o la esperanzadora utopía (paradójicamente u=no, y, topos=lugar)  que la ciudad, la urbe, la alfombra de metal y barros, está viva; al menos lo está por puntos, por parcelas, por nodos, por venas, por instantes, por ciclos, por visiones, por espacios.  Lo afirma así quien escribe porque en una tarde después del trabajo mientras elucubra esta precaria opinión, sus zapatos estampan por micro segundos pasos en las frías veredas de alguna esquina por el lado viejo de la ciudad.  Cuántos habrán grabado en unas y otras direcciones la mágica silueta de su caminar, por la misma estela de líneas que dibujan en los pasos.  Cuántos urdidos recuerdos del movimiento de los cuerpos habrán serpenteado en la misma esquina, en la misma zona,  en el mismo mapa; cargados de risas o lágrimas; gritos o silencios, rasguños o aleteos; ladridos o maullidos; polen u hojas secas.  Si de nuestro cabello espumeara polvo de estrellas, con dos o tres diversos tonos cromáticos, allí sentados en una nube viésemos hacia la urbe el coqueto tejido del cosmos pluriversal de abajo; con nodos de constante encuentro y desencuentro esos puntos comunes forman en la topografía, complejos espacios de centralidad desconcentrada, espontánea e impredecible, violenta de una violencia hermosa.  Bellos nudos críticos confundidos con manchas, armoniosos en su todo, amorfos en sus partes. Rememoro el fastuoso día en que la abuela me enseñó a tejer,  entre las infantiles yemas de los dedos habría mezclado los hilos de colores en esas enredaderas de lana casi eternas de deshilvanar; más con el tiempo lo que importaba no era encontrar el sentido del hilo sino aquel abigarrado tejido que nace, y se hace, después. Si tan solo así planificáramos la ciudad, como tejiendo polvo de estrellas. 

Aquiles Hervas Parra 
5 de agosto de 2019.

domingo, 19 de mayo de 2019

TRASCENDER DEL ODIO



Hace algunas horas falleció el Dr. Julio César Trujillo, ha sido una semana extraña, nada novedosa pero si singular.  Abandona la vida material un personaje ilustre y deja en la estela de sus apacibles pasos una confrontación necesaria de analizar: ¿Es infinita la capacidad para odiar como lo es la de amar? El día martes el Dr. Trujillo tiene un derrame interno cerebral propio de su avanzada edad y de la intensa actividad de lucha contra la corrupción a la cual decidió dejar sus últimos días de existencia; el día miércoles se publica un video en el cual una persona veja y humilla a otra por haber sido parte del alto poder del ex presidente Correa.  Dos hechos, un factor en común: el odio.  Inmediato a cada uno de este par de sucesos reaccionan seguidores polarizados de cada uno de los bandos del espectro político de nuestro país: correístas y anti correístas; su lenguaje hostil y ataques reproducen una violencia particular, adobada con el condimento de la furia irracional acumulada en el tiempo.  Unos celebran que abofeteen la cara de un ser humano, otros desean la muerte de un señor anciano en una camilla, pocos son los entes racionales y sujetos sensatos que no hacen eco de la manifiesta violencia, pocos son los que mesuran sus criterios y procuran construir en medio del nubarrón de misiles proyectados de polo a polo, un escenario de reflexión esparciendo solitarias semillas en desnutridos terruños desérticos ausentes de empatía.  Es tan fácil odiar, desear con sincera pasión el daño y dolor en el cuerpo ajeno, prender las hogueras pre decimonónicas supuestamente superadas en la historia de la humanidad, esa ansia involucionada de deseos de observar arder simbólica o quizás materialmente la vida del otro.  ¡El otro! ¡La otra! Aquello que no es nuestra soma, nuestra mente, nuestro ser; aquello que nos es ajeno pero que está al otro lado del polo de nuestras posiciones, motivos, religiones, ideologías, creencias, afines, sexos, géneros, nacionalidades, etnias, lenguas y hasta equipos de fútbol.  Ese otro al cual si no tuviera miedo de ir a la cárcel lo asesinara con mis propias manos, aquello otro al cual escupo con los ojos, transgredo con los puños de mis pulsiones de tirria, ojeriza y rencor.  Alguno de ustedes lectores dirá, qué demonios piensa el escritor cuando generaliza los sentimientos negativos como si fuesen patrimonio humano.  Se equivoca estimado amigo o amiga, escribo esto empuñando el pecho con la trémula esperanza de que seamos más, los que aunque pequemos de indiferentes y apáticos, no nos dejemos envolver en la ola de violencia contumaz que está destruyendo el mundo.  Me resisto a asumir que las polarizaciones de odio nos hagan parecer a esos enfermizos entes que detrás de computadores y perfiles falsos, hablan como delincuentes, escriben como inquisidores, desean a diario, con ligereza y sin sentir, la muerte simbólica del otro.  Porque cuando muera realmente el otro morirá aquello mío que dentro de él/ella pervive y el amor, nuestra fuerza motriz, habrá sin suspiros desaparecido.  

Aquiles Hervas Parra
19 de mayo de 2019

viernes, 3 de mayo de 2019

EL TRABAJO



¿Qué es un trabajador/a en el siglo XXI? Esta podría ser la interrogante por excelencia en tiempos de inicio de otra época para la humanidad.  Esta fue sin lugar a dudas la variable de condición del planeta por alrededor de doscientos años a la luz del nacimiento y debacle del sistema mundo moderno; por lo que su respuesta podría, en términos aun abstractos, esbozar el camino hacia otro modelo de sociedad y etapa de la historia.  En términos coloquiales trabajador es todo aquel que para cumplir sus necesidades requiere crear valor, o como conversábamos con la vecina de la tienda, quien para poder traer un plato de comida a la casa tiene que meter mano.  Nadie ha desmontado la teoría del valor clásica, profundizada en el marxismo científico y ratificada en tiempos post liberales, de que las personas no intercambiamos dinero o mercancías, sino el tiempo que necesitamos para elaborar esas mercancías o esa representación del valor que se simboliza en la moneda; por lo tanto, intercambiamos tiempo de vida que ocupamos para producir valor, con el tiempo de vida de otro u otros (tiempo social).  En el siglo XX como herencia de la interpretación dialéctica de la historia, esta noción identificaba exclusivamente a los obreros y campesinos del mundo, y, sin lugar a dudas esto continúa siendo igual, pero no es suficiente; hoy en los preludios del nuevo milenio, es importante extender la categoría.  Los sujetos de trabajo autónomo (denominado emprendedor), los pequeños o micro productores (denominado pequeño o micro empresario) e incluso los medianos productores (según su patrimonio y renta anual) ¿Podrían afirmar que no trabajan? ¿Que no deben dedicar tiempo de trabajo para intercambiar valores representados con otros sujetos en el mercado del tiempo/valor social?  Según el nivel de enajenación (percepción ajena de la relación entre el sujeto y el objeto de su trabajo), algunos se marearán ideológicamente y no tendrán consciencia de su realidad, y la relación de su existencia con la producción, elemento fundamental para entender el estado de una sociedad.  Otros leerán esta breve  opinión y comprenderán que la mayoría de seres con nuestra diversidad somos trabajadores del mundo, si detenemos nuestras manos por unos días, quebramos, no podemos llevar el pan a casa o no podemos desarrollarnos humana y socialmente; por lo cual deberíamos vernos más cercanos, diferentes pero comunes, distintos pero relacionados, disímiles pero complementarios.  Cuando ese bello momento de consciencia suceda los tejidos de la sociedad se imbricarán sin anularse unos a otros, sino reforzándose en tres dimensiones superpuestas de la realidad: lo comunitario, lo público y lo privado; todas con el eje axial explicativo de la vida, el trabajo (tiempo/espacio).  Mientras usted querido lector se pega una cerveza en el mar, el oriente o las montañas por el día del trabajo, le digo salud desde los Andes y pretendo  dejarlo pensando esta humilde idea que podría determinar las claves para otro futuro del mundo, su ciudad, su provincia o sus planes personales: el trabajo debe ser el centro de discusión de la vida en la alborada del siglo XXI, mientras eso no suceda seguiremos presos de los caóticos claroscuros del fin de la modernidad.  

Aquiles Hervas Parra
3 de mayo de 2019.