¿Está viva la ciudad? Posiblemente el lector, en automático efecto a la
duda, imagine a quienes habitan la ciudad, sus sujetos/as, empero no, la incertidumbre
se centra en la masa mezclada de cemento, postes, asfalto, algo de árbol, algo
de flores. Esa barroca combinación de
formas y fondos de la plomiza sábana que cubren el valle, la montaña, el
altiplano y la quebrada, donde hormiguean aquellas y aquellos que se proyectan
en el tiempo como ciudadanos. Cabe preguntarse otra vez si aquel tapizado de
formas mixtas dispone de la cualidad orgánica a la que denominamos vida. Tan compleja la respuesta como confusa su
interrogante genérica. Espías las luces en la madrugada silenciosa o repasas
pacíficamente los ojos desde el mirador de una montaña mientras el arrebol
pinta el atardecer y se extiende, de noche o de día, imponente la urbe en todos
los rincones del paisaje, ya casi no recuerdo ciudades chiquitas. Si acaso pudiésemos trepar a la luna de igual manera
en que escalamos la cima del monte, para aguaitar queditos el planeta que
entrevera con sus formas celestes y marrones pequeños puntos de luz, tomásemos
consciencia material del lugar, los lugares; allí donde habitan más del ochenta
por ciento de humanos y menos del cero punto cinco de animales; más del
cincuenta por ciento del movimiento permanente y menos del uno de plantas; más
del noventa por ciento del ruido y menos del uno por mil de aporte a la reproducción
de las especies; ese fractal organismo al que llamamos ciudad. Sin embargo, con esto último no pretendo
erigir una crítica a la depredación ambiental, sino husmear entre las posibles
señales de la vitalidad per se: movimiento, ruido, cambios, conflicto, entre
otras pistas de -lo vivo- como antagónico circunstancial de -lo muerto-. Quien escribe, en su condición de optimismo exacerbado,
afirma desde el polo de la especulación quimérica o la esperanzadora utopía (paradójicamente
u=no, y, topos=lugar) que la ciudad, la
urbe, la alfombra de metal y barros, está viva; al menos lo está por puntos,
por parcelas, por nodos, por venas, por instantes, por ciclos, por visiones,
por espacios. Lo afirma así quien
escribe porque en una tarde después del trabajo mientras elucubra esta precaria
opinión, sus zapatos estampan por micro segundos pasos en las frías veredas de
alguna esquina por el lado viejo de la ciudad.
Cuántos habrán grabado en unas y otras direcciones la mágica silueta de
su caminar, por la misma estela de líneas que dibujan en los pasos. Cuántos urdidos recuerdos del movimiento de
los cuerpos habrán serpenteado en la misma esquina, en la misma zona, en el mismo mapa; cargados de risas o
lágrimas; gritos o silencios, rasguños o aleteos; ladridos o maullidos; polen u
hojas secas. Si de nuestro cabello
espumeara polvo de estrellas, con dos o tres diversos tonos cromáticos, allí
sentados en una nube viésemos hacia la urbe el coqueto tejido del cosmos
pluriversal de abajo; con nodos de constante encuentro y desencuentro esos
puntos comunes forman en la topografía, complejos espacios de centralidad
desconcentrada, espontánea e impredecible, violenta de una violencia hermosa. Bellos nudos críticos confundidos con manchas,
armoniosos en su todo, amorfos en sus partes. Rememoro el fastuoso día en que la
abuela me enseñó a tejer, entre las infantiles
yemas de los dedos habría mezclado los hilos de colores en esas enredaderas de
lana casi eternas de deshilvanar; más con el tiempo lo que importaba no era
encontrar el sentido del hilo sino aquel abigarrado tejido que nace, y se hace,
después. Si tan solo así planificáramos la ciudad, como tejiendo polvo de
estrellas.
Aquiles Hervas Parra
5 de agosto de 2019.