martes, 8 de marzo de 2022

EL DOLOR DE LOS DE ABAJO

 

Ha culminado la marcha donde gritan –Ni una menos, Vivas nos queremos–. Fuimos Laika María Juana y yo; Naná no pudo por el reposo del retoño que se acerca.  Caminamos unas cuadras de retorno por las calles históricas y obscuras.  Repentina, sin advertencia previa, aparece una mujer en situación de calle, no era cualquier persona, se trataba de una anciana extremadamente avejentada; su cuerpo maltrecho, caminaba evocando dolencia en cada paso, un suspiro combinado con mugido de las articulaciones, antes de hablarle a ella lo escuché con el alma quebrada. Ya el corazón venía haciendo operaciones previas de jodida empatía sobre los datos de dolor de las mujeres: violadas, descuartizadas, golpeadas, acosadas, con miedo constante, y aparece esta señora que acaba por desconfigurar mi intento de estabilidad.  La escena no culmina allí, con su mano izquierda cargaba una bolsa negra amarrada con algunas basuras de poco o nada de valor; y, sobre su hombro derecho con el codo y antebrazo doblados al límite, un atado de andrajos y telas.  –Le ayudo señora–, no me responde por su agotamiento y se da la vuelta pensando que mi ofrecimiento era para subir más arriba de su espalda la carga que caía sobre su existencia. –No señora, le ayudo a cargar hasta donde vaya–. Asiente y pronuncia un ligero gracias para tan apoyo. Tomo el nudo de las tela que agrupa todo el paquete y lo lanzo hacia mi espalda tal como recuerdo lo hacían en el mercado de San Alfonso –¡Carajo¡ Cómo podía cargar este peso brutal– Era sin lugar a dudas unos cuarenta a cincuenta kilos desde mi pésima capacidad de cálculo, se sentía en la clavícula el pliegue de hilos que asientan y dibujan en la piel el dolor, a su vez con la otra mano agarro la bolsa atada y empiezo a caminar los primeros pasos –¿Hace esto todos los días? ¿Para qué le será útil estas cosas?–.  La gravedad del bulto me tentaba a acelerar el paso, pero venía ella atrás, lenta, flemática la viejita, caminando al mismo ritmo que cuando tenía la carga.  No puedo ver su rostro, estoy torcido y jorobado, solo regreso de costado para no alejarme demasiado de ella; deseo llorar, no puedo, es demasiado doloroso el peso para desviar energía emocional, solo puedo seguir caminando, me agoto, pauso, si bajo el bulto debo otra vez subirlo desde el piso, me inclino casi a noventa grados, reposo con los kilos encima asentando solamente la bolsa atada; el piso está tan cerca de mi nariz, la vereda deteriorada, los kikuyos que encontraron manera de crecer, hasta  éstas hierbas ya están durmiendo a estas horas de la noche.  Ella, una indescriptible diosa del viento helado y nocturno seguía dando sus pasos con las rodillas torcidas, regreso a verla más agachado aún, sus dos zapatillas harapientas, una de ellas destapada de la suela, arrastrándose al igual que sus talones.  El nudo de las telas se traslada a mi garganta, se apodera de ella, se posa atroz en mi manzana de adán, quiero llorar, no puedo, no debo, me faltan no sé cuántas cuadras, ni siquiera sé exactamente hasta dónde debemos caminar.  Recuerdo a mis abuelos, los imagino a estas horas en la calle, no los puedo imaginar, sigo caminando, arde la espalda, no puedes bajar el bulto porque tendrías que volverlo a subir y aunque no vale nada, esas telas son todo lo que ella tiene, si me ve asentarlas en el piso sabrá que no le doy el valor que tiene para ella, me parte la espalda, me vuelvo a inclinar, dos o tres veces, camino, me adelanto lo suficiente para que no tenga que espiarme a ver si huyo, me inclino a esperar, cuatro, cinco veces, la sexta me tienta asentarlo en unas gradas aledañas; otra vez esa idea egoísta, la expulso de mi mente, no pienso en el dolor. Ahora son los dedos de las manos, la bolsa atada los comprime hacia el centro, intercalo varias veces de lado la bolsa y de hombro el atado de telas viejas, otra vez a mi mente las preguntas ¿Cómo lo hace? ¿Lo hace todos los días? ¿Por qué tiene que hacerlo? ¿Por qué no está descansando como merecen los ancianos en cierto punto de su vida? Es una mierda el sistema, el mundo, las injusticias, es una mierda que alguna vez deberá ser abono para algo mejor una mierda con futuro de vida. Hoy solo caminamos, soloamente podemos caminar, un cualquiera al que se le incendia la espalda y una diosa nocturna que camina menos de diez centímetros por cada movimiento de sus pies.  Otra vez gime suavecito, casi igual al dolor que evocó antes de liberarse de las cargas, su cuerpo no está bien, le duele el cuerpo, no sé cómo este su alma, de sus rodillas tengo la certeza de que están afectadas; no puedo conversar con ella no hay circunstancia para hacerlo, quién eres, dónde naciste, dónde están tus hijos, ha intentado el Estado llevarte a algún lado, cuándo fuiste por última vez al hospital por algún motivo, mierda que dolor de espalda, qué dolor del alma.  Atravesamos la puerta del Hospital, el viejo Eugenio Espejo, el de los fantasmas que me decían mis amigos las primeras veces que caminamos grafiteando por el puente que va al Parque del Arbolito.  Brevemente veo dos tipos o tipas fumando un tabaco, no logro distinguirlos, voy caminando torcido, el dolor se trasladó a los pies, el viento del este golpea mi lado derecho de la cara, una vez más le regreso a ver, ya no me duele tanto, no tengo derecho a sentir dolor, no tengo derecho a quejarme, no tengo la más irrisoria idea de este trajín durante todos los días de la existencia de una pobre y enmendada diosa de la noche. Llegamos a una obscura parada de bus, están otros dos ancianos acostados, antes unos niños se acercan a Laika María Juana, atrás sus padres, jóvenes extranjeros de los que vienen caminando por tres países con hambre, han acomodado en la mitad del techado unas improvisadas camas, si se les puede llamar camas, a las escasas telas que separan el frío del cemento y sus cuerpos para esta noche.  –Aquí es– me dice la diosa, –¿Aquí? Le consulto apuntando con la quijada una pequeña área alado de la columna–, me contesta que sí, otra voz masculina de un señor igual de sombrío confirma –Si muchas gracias, ahí asiente–; haciendo un giro de tórax dejo caer los paquetes en el punto, casi me voy junto con todo y quedo acostado por siempre.  –Listo señora–, –Muchas gracias– dice despacito, –Gracias de qué– digo a mis adentros –No se preocupe– digo a mis afueras; no puedo decirle que tenga buena noche, qué tendrían de buenas en esa maldita congelación.  Trato de mirar brevemente su rostro, lo consigo por micro segundos, y me atrapa la foto de su boca apretada con los labios partidos como tierra erosionada. Cómo quisiera acariciar sus arrugas, pasar los dedos por sus canas, quitarle alguna lágrima del ojo, recordarle con las manos el cariño, la existencia del amor. Debo seguir caminando, rogar al viento de la noche que jamás nos quite de la consciencia el dolor de los de abajo, nuestro dolor, de ellas que se quieren vivas y de ellos que no sé cómo aún despiertan y caminan.   –Con su permiso– exclamo y le muestro solo mi respeto con la mirada. 

Aquiles Hervas Parra 

8 de marzo de 2022